lunes, 31 de octubre de 2011

010. Jeringa de vidrio para inyecciones.

Artefacto de uso clinico perteneciente a Luís Buenaventura Cajal, Chopín 242, Lomas de Zamora.
Cajal se desempeñó a lo largo de su vida en el Instituto Malbrán. Instituto Nacional de Microbiología, en áreas importantísimas como brucelosis, peste, HIV, entre otras.
Esta jeringa de cristal era conservada por él, de la manera en la cual se usaba en su tiempo, en un tubo de ensayo, con una cobertura de papel atada con hilo. Situación en la cual era transportada luego del debido proceso de esterilización.
Internamente se puede ver con la aguja. Y también un algodón.
Fue imposible extraer el émbolo, dado que el mismo con el tiempo permanece adherido al cuerpo de la jeringa.

Detalles técnicos:

Marca M-D YALE. Becton, Dickson & Co. Made in U.S.A. Aguja sin marca, tubo de ensayo idem, tal vez fabricado en el Instituto.
Capacidad 20 cc. Punta de metal.

Historia de la jeringa hipodérmica.

De una investigación de Conti González Baez, extraemos el siguiente informe:

Desde la Antigüedad se pensó en evitar el dolor, introduciendo sustancias en el interior del organismo a través de la piel y directamente en los músculos o la sangre.

Los griegos inventaron un instrumento rudimentario, una vejiga con una caña, que hacia finales del Siglo XV se transformó en las famosas lavativas.

Los primeros intentos de usar algo similar a una jeringuilla se realizaron en el Siglo XVII, cuando se intentó inocular medicamentos analgésicos justo en el lugar afectado por el dolor.

A principios del siglo XIX se descubrió la morfina, sustancia que fue recibida con gran entusiasmo, siendo considerada “el medicamento más notable descubierto por el hombre”.

En 1836, el médico francés Lafargue introdujo morfina bajo la piel, mediante el empleo de una lanceta que forzó en posición casi horizontal. Ocho años más tarde, el médico irlandés Frances Rynd introdujo el uso de una aguja metálica para calmar el dolor de una paciente con neuralgia del trigémino.

El objetivo se consiguió definitivamente a mediados del siglo XIX. Alexander Wood, Secretario del Real Colegio de Médicos de Edimburgo, en el Reino Unido, había estado experimentando con una aguja hueca para la administración de drogas en la corriente sanguínea y en 1853 inventó la jeringa hipodérmica.

Su invento le permitió inyectarle morfina a su esposa, que padecía un cáncer incurable. La Sra. Wood fue la primera persona en recibir la droga por esa vía, pero también la primera en adquirir el “hábito de la aguja”.

El buen Dr. Wood obtuvo el aplauso del mundo entero por su invención, pero pagó caro su descubrimiento. Tristemente, su esposa murió por una sobredosis de morfina.

Por las mismas fechas, el cirujano Charles Gabriel Pravaz de Lyon, Francia, diseñó una jeringa hipodérmica similar, precursora de las actuales. La dosificación se conseguía dando vueltas al eje de un pistón. Pronto se popularizó el uso de la “Jeringa Pravaz” en diversas cirugías.

El inglés Williams Fergusson simplificó la jeringa y el fabricante Luer la industrializó. Muchas dificultades que habían enfrentado quienes experimentaban con transfusiones de sangre desaparecieron con la invención de la jeringa hipodérmica, con su afilada aguja hueca.

El invento propició el uso indiscriminado de la morfina como un remedio contra todo tipo de dolores. La trágica muerte de la Sra. Wood como consecuencia de su adicción debió haber sido una advertencia para los médicos, pero no sucedió así.

Sin ninguna base científica, afirmaban que si administraban la morfina por vía oral, se originaban trastornos porque no sabían con exactitud qué dosis dar. En cambio, si lo hacían a través de la fina agujita del Dr. Wood, sabían exactamente cuánta inyectar, los resultados eran más rápidos y no producía hábito.

Con la bendición de los médicos, la morfina se introdujo en las venas de todo paciente que sufría de gota, reumatismo o hasta dolor de muelas.

Como analgésico insuperable, fue empleada masivamente para aliviar el sufrimiento de los heridos en la Guerra Civil de los Estados Unidos, pero muchos combatientes regresaron a sus hogares adictos a la morfina. Se calcula que esta contienda creó más de un millón y medio de morfinómanos.

Para ahorrarse largos viajes, algunos médicos despreocupados aconsejaban a sus pacientes que consiguieran una jeringa hipodérmica para ponerse ellos mismos las inyecciones de morfina.

La guerra Franco-Prusiana de 1870 creó una situación idéntica en Europa. La “enfermedad del soldado" se disparó y la Medicina se encontró con el problema de desintoxicar a millones de adictos.

Esto era algo que los brillantes químicos y médicos no habían previsto: la morfina era un arma de dos filos. Muchos siglos antes, en la vieja China ya se había escrito con terrible claridad: "si bien sus efectos son rápidos, debe usarse con mucho cuidado porque mata como un cuchillo".

Químicamente hablando, debería llamarse diacetilmorfina. Pero el nombre era demasiado complicado y llamó a esta heroica droga, “heroína”.

Ningún medicamento fue recibido con más entusiasmo que la heroína, hasta que se comprobó que podía crear un hábito aún más infernal que el de la morfina.

Estas duras lecciones enseñaron a los hombres de ciencia y a los médicos la regla número uno para la investigación de nuevos medicamentos: "Nunca se administrará a un paciente droga alguna que sea más peligrosa que la enfermedad que padece".

Por otro lado, los legisladores tomaron nota de cómo dos sustancias consideradas milagrosas se convirtieron en una pesadilla y a principios del Siglo XX aparecieron leyes controlando la producción de narcóticos, para proteger a la población de sus peligros.

Volviendo a la historia de las jeringas, durante el siglo pasado hubo importantes mejoras. Benjamin A. Rubin inventó la aguja de vacunación, una versión refinada de la aguja convencional.

La historia cambió definitivamente cuando el estadounidense Arthur Smith patentó una jeringa desechable en 1950.

Terminaban de esta manera los riesgos dados por uns esterilización deficiente.