Terminaba la escuela primaria con un nuevo compañero: Juan Augusto Lucas, era un tanto mayor que nosotros y sabía más cosas de la vida que nosotros, pero seguía siendo un niño. A poco de comenzar las clases nos fue invitando a tomar la merienda en su casa de la calle Rivadavia. Era una vivienda hermosa, toda construida en madera, con un trabajo de carpintería que no se parecía al improvisado de nuestras residencias. El padre era el jefe de Aduanas, en años en los cuales alguien de su jerarquía aparecía en el palco oficial los días de fiestas cívicas.
Los chicos de sexto
éramos ocho, y yo creo que concurrí en el segundo grupo de invitados. Para
entonces sabíamos por los del primero que nuestro amigo tenía algo
extraordinario: un trencito alemán –mejor dijo un súper tren- marca Marklin que
habría dejado prendado a todos a tal punto que se demoró el retorno de casa uno
a sus casos recibiendo las reprimendas bien merecidas.
Confesemos que
nuestra felicidad no se originaba en la buena merienda, con pan de panadería,
sino en el extraordinario juguete. Hasta que un día Juancito nos dijo que
habría tren ese día. Que la mamá nos mostraría un juego de mesa hecho para
pensar y divertirnos a la vez. ¡Sonamos! Pensamos al unísono, sería algo así
como el ajedrez, y a muchos de nosotros no nos gustaba pensar. Pero la cosa fue
diferente porque ella llegó con una caja, desplegó un tablero, situó en lugares
preestablecidos fichas, títulos, dinero y un itinerario inquietante. El juego
se llamaba El estanciero y con el tiempo llegamos a saber que era una versión
criolla de un juego del primer mundo –así no se hablaba entonces pero lo digo
para que mejor me entiendas- un juego llamado Monopoly.
Con el correr de
los días los concurrentes se dividían en dos: los del tren y los del
Estanciero. Y más adelante había que ayudar a Lucas a hacer sus tareas.
Ya me escapé en
tiempo en esta relación que ya inicia la segunda centuria de sus publicaciones
para llegar al disparador más reciente.
Ocurre que se ha
vuelto muy común encontrar en las redes sociales actitudes condenatorias que
desde uno u otro sitial de la opinión pública claman por urgentes condenas a
distintos protagonistas del accionar comunitario: ¡Qué los metan presos! ¡Qué
paguen por lo que han hecho! Cosa que vino a despertar en mi memoria: Marche
preso directamente. Como el nombre de un casillero ubicado en una esquina del
derrotero lúdico, situación que comprometía la posibilidad de llegar a la meta.
Entonces pensé que El estanciero era
algo que podía aparecer en este Museo Virtual, y que en algún lugar de la casa
debía estar el mío, que tal vez luego se transfirió a los hijos. La búsqueda
fue infructuosa.
Era un estanciero
comprado por mi madre en Casa Menón como regalo de mis 12 años.
Entonces acudí a mi
Facebook para solicitar a los miles de
amigos alguno que me podía prestar El Estanciero, y con el elaboraría una
presentación.
La cosa no fue tan
fácil. Hubo opiniones. Entre burlonas y condenatorias. Hasta que un día
aparecieron ellas: Paula Flores y Araceli Aguirre. Llegaban con un juego de
regalo, ¡mi primer regalo navideño 2024!
¿Puedo decir que el
juego volvió para revolución mi vida en su jalón septuagenario? Ustedes son
creerme.
Pero no esperen
mayores descripciones de este juguete que comenzó a fabricarse entre nosotros
en 1942.
Para eso pueden
googlear. Yo lamentablemente estoy ocupado, ya fui preso dos veces y perdí mis
propiedades en la provincia de Río Negro, y mi situación se torna desesperante.
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