Los pobres de antaño no se caracterizaron por
acciones colectivas tendientes a superar su condición social, lo que no daba el
trabajo no encontraba otra alternativa. El gremialismo fue temido y evitado, el
cooperativismo no superó la frontera de la minga, la política llegó tarde: en
época de los territorios nos e ejerció plenamente menos para extranjeros
que constituían el grueso de la clase
pobre.
Hubo un pobre característico y estacional en
nuestro solar austral: el peón golondrina. El producto de sus ganancias una vez
cobrado emigraba con él hacia otros lugares donde con lo que aquí se podía
vivir unos meses, se podía llegar a vivir el año entero. La situación parece
repetirse en estos días de reconversión petrolera.
Así como los inmigrantes llegaban a hacerse
El último programa de Argentina Secreta que se
ocupó de Río Grande, al mostrar algunos barrios de
Hoy ser pobre en Tierra del Fuego puede pasar
subjetivamente por no poder enfrentar la cuota del viodeocable, por no poder
acceder al automóvil que antes se nos prodigaba en planes, por no poder salir
de vacaciones, o llamar vacaciones simplemente al regreso temporario al hogar
paterno. Hoy ser pobre en Tierra del Fuego puede pasar objetivamente por no
tener empleo, por alimentar deficitariamente a los hijos, por carecer de
vivienda propia... La salud es probablemente lo que diferencia nuestra pobreza
de la de otros puntos del país donde la presencia de una condiciona de
inmediato la ausencia de la otra. Pese a todo, hoy hay muchos más pobres que
antes.
En el Río Grande pastoril la gran mayoría de
la población era extranjera, y or ende también la gran mayoría de los pobres.
Venían más que urgidos por la fortuna que podían encontrar en nuestro suelo,
por la miseria que los expulsaba de su lugar de origen. Los golondrinas y los
que finalmente no lo fueron, llegaron muchas veces caminando, eludiendo los
controles fronterizos, casi siempre ficticios, que intentaban hacer cumplir con
las leyes de
Cuando terminaba la temporada, en las
estancias o en el frigorífico, quedaba muy poco por hacer, lo menor, era
volverse en el medio más rápido; solo se podían gastar prudentemente algunos de
los pesos en el comercio local, en los lugares de diversión, reaprovisionarse
en de la ropa destrozada en la faena, y
olvidarse de la fatiga que la juventud y la fortaleza física adquirida podía
afrontar.
En el pueblo había muy pocas casas, y eran
casi todas casas pobres. Los que vivían de rentas no se quedaban en Río Grande,
y algunos comerciantes que en su fiebre de ahorro se afanaban por guardar
vivían miserablemente hoy, pensando en la prosperidad del mañana. Eran esos
comercios los que debían socorrer a los estancieros chicos, en alguna medida
estancieros pobres, que surgieron después del 24 en la margen sur del río, como
consecuencia de los loteos fiscales.
Los obreros del pueblo conseguían no sin mayor
dificultad un solar donde construir su mejora, un empleo de jornalero –el día
que trabaja se cobra- o bien el servicio que podía corresponder al zapatero, el
carpintero, el hombres de siete oficios. Loas comercios adaptaron fisonomías
familiares que conservaron durante mucho tiempo, era cuando aquello de
atendidos por sus propios dueños representaba calidad y dedicación en la tarea.
El pobre en cuestión vivía de pensión. El
pobre era hombre, y hombre solo, la mujer propia era objetivo a cumplir a
mediano plazo, y para muchos nunca. Llegar a formar familia significaba en la
gran mayoría de los casos traer la que ya se tenía –y los hijos cuando los
había- desde el lugar de partida, en otros volver con algún capital en el
equipaje –y descubrir que no era difícil conseguir una compañera para el resto
de sus días... Llegar nuevamente a Río Grande era encontrar un lugar para la
patrona, en el campo, salvo en los casos de los matrimonios no se prefería a
los peones con familia: aquí por suerte se dieron situaciones de solidaridad
que permitía a la hora de levantar una casita propia conseguir la ayuda de las
distintas especialidades del círculo de relaciones que muchas veces trabajaba
por nada más que por el plato de comida.
El mayor desafío para el pobre que lograba una
casa era amueblarla. Casi no había comercios que le proporcionaran lo que el
necesitaba, y menos a la altura de su presupuesto; de allí como la mesa, las
estanterías, el catre y los bancos eran de factura local.
Como esencia que llevó a descubrir la
condición de proletarios en los pobres, lo característico era el gran número de
hijos, garantía de muchas manos que al llegar a la adolescencia serían
solidarias con los padres aportando su trabajo al presupuesto doméstico.
Entonces la casa se transformaba, cierto lujo sencillo deslumbraba en cortinas
y ampliaciones, cosas que hacían más feliz a la mamá y preparaban a las
hermanas para recibir a los novios –casi siempre gente de afuera- con lo cual
la familia resolvía su objetivo trascendente de la perpetuación del género humano.
Hasta que los chicos se habían grandes la vida
del pobre era dura e intensa. El hombre debía trabajar, la mujer debía
permanecer en casa como eficaz conductora de la economía doméstica; a ella se le
permitía cierta industria –más bien ligada a la cocina- o en ciertos casos el
lavar para afuera, aunque este era menester de mujeres solas... Los amplios
patios dibujaban con sus cercos de
piquetes los dominios para multiplicar los recursos de vida en el gallinero o
en la quinta, en el galponcito que a veces era taller, en el espacio para
engordar el cerdo o el cordero.
Los hijos, tan espontáneos como esperados,
ponían en crisis la supervivencia de la pobreza; a veces tenían que nacer en
otro lugar, era lo más seguro cuando no se tenía familia aquí, después había
que mandarlos a la escuela, y mucho no había por aprender. No obstante ellos
las familias pobres se esmeraban a mandar a sus hijos a los colegios de los
salesianos donde se esperaba, muchas veces infructuosamente, que salieran con
algún oficio o una marcada predisposición al trabajo. Los productos humanos que
daban esta relación eran todo lo complejo que puede ser ilustrar a los hijos
sin salir de la ignorancia, o del analfabetismo.
La recreación de los pobres era escasa y
muchas veces vital: recolectar mariscos era todo un acontecimiento que
terminaba en el hoyo enorme del curanto, la captura de centollas en los tanques
en que se hervía su carne –propia de una mesa de príncipes-; en otras oportunidades
los oficios menos calificados de la recolección tenían un tinte más femenino:
salir por la huella a cosechar chicoria, buscar en las canaletas del
frigorífico las achuras que se tiraban al río, o bien cosas de chicos: los
calafates..., los huevos y los pichones por los días de diciembre.
Las fiestas y ceremonias eran la iglesia, las
patrias, los carnavales que borraban diferencias sociales, las escolares, y las
de la vida: nacimientos y bautismos, comuniones y cumpleaños, compromisos y
casamientos, velorios... El deporte era el fútbol, en todo momento y en
cualquier lugar. La farra llevaba a pensar en que no existían clases sociales.
Los pobres que no consiguieron educar a sus
hijos a la altura de los jóvenes que vinieron de afuera, comprobaron cuanto
espacio perdían estos en la competencia que brindaban en una sociedad en
transformación: los que obtuvieron un terreno -tan solo precariamente-
tropezaron con los años con enormes dificultades para hacerse de la propiedad
del mismo. Los hijos al fin, dejaron de ser pobres, o bien lo fueron pero sin
darse cuenta.
El gas dio el mayor bienestar a los pobres, y
después de él todo fue más fácil en Río Grande. El agua en la canilla de la
esquina ya era una gran cosa, el servicio funcionaba en el fondo del terreno; y
la luz ,un regalo nacido de la vocación de servicio de Pinola y Martínez- a los
que nunca se les retribuyó de buena manera sus desvelos empresarios.
La movilidad social que dio el presente
permitió a los obres de hoy ser tributarios de los de ayer. Un simple terreno
donde crecía la lechuga dio lugar a casillas –palabra antes no usada- y aun
flujo de dinero en alquileres que mejoró considerablemente la condición del
pobre de ayer, hoy nuevo rentista.
Aunque la condición de carenciado –que en realidad
sería carente- no fue un valor perdurable en nuestro pueblo; el que ayer
reclamaba la bolsa comunitaria, hoy por logros de la democracia –otra forma de
fortuna- puede firmar subsidios y revivir –mientras el pobre exista- el extraño placer de la caridad.
Nuestros Rastros en el río han caminado tras
las vivencias de nuestros pobres, y lo seguirán haciendo.