lunes, 21 de octubre de 2024

LOS PUENTES DE LA MEMORIA.43.“De cómo era el pueblo un lugar para hacerse rico, pero no siempre alcanzaba la vida para mejorar de posición”

 


 Ahora que tanto se habla de la pobreza, queremos recordar que nuestro pueblo fue –como ocurre en todas partes- el protagonista callado de sus hitos más importantes. Se pueden dar desde los orígenes muy pocos nombres importantes de gente que labró una fortuna –enormes  muchas de ellas-, la gran mayoría solamente subsistió en paz en este suelo, llegó a construir una casa, prosperó en un negocito, y  pensó que le daba a su familia un solar propio para vivir.

 

Los pobres de antaño no se caracterizaron por acciones colectivas tendientes a superar su condición social, lo que no daba el trabajo no encontraba otra alternativa. El gremialismo fue temido y evitado, el cooperativismo no superó la frontera de la minga, la política llegó tarde: en época de los territorios nos e ejerció plenamente menos para extranjeros que  constituían el grueso de la clase pobre.

 

Hubo un pobre característico y estacional en nuestro solar austral: el peón golondrina. El producto de sus ganancias una vez cobrado emigraba con él hacia otros lugares donde con lo que aquí se podía vivir unos meses, se podía llegar a vivir el año entero. La situación parece repetirse en estos días de reconversión petrolera.

 

Así como los inmigrantes llegaban a hacerse la América, los que llegaban a la Tierra del Fuego venían primordialmente a hacer fortuna, más que a tener un buen pasar... De allí las privaciones a que tan inexplicablemente muchos de ellos se sometieron. Mi abuelo llegó buscando oro, cuando lo consiguió se fue. Mi padre creyó en el destino del pastor de ovejas, no tuvo más remedio que quedarse hasta la muerte. El pueblo estaba lleno de gente como mi padre que dibujaba felicidad por detrás de tantas cosas que no se dieron, justificándose en logros que se podían haber adquirido también en otra parte.

 

El último programa de Argentina Secreta que se ocupó de Río Grande, al mostrar algunos barrios de la Margen Sur los identificó como barrios pobres; no pasó mucho tiempo cuando ya salió una réplica de los vecinos que se sentían molestos por ese calificativo. Es que en esos barrios la tierra se compra, los servicios se pagan, la solidaridad es indispensable para salir adelante; contraste claro con ciertos sectores de las antípodas de la ciudad –llamémosle Chacra dos- donde no nos atreveríamos a llamarlos tan fácilmente barrios pobres. Aunque su origen y destino sea el de las viviendas FO.NA.VI destinadas a personas de escasos recursos, aquellos que nunca podrían construir una vivienda con sus ingresos.

 

Hoy ser pobre en Tierra del Fuego puede pasar subjetivamente por no poder enfrentar la cuota del viodeocable, por no poder acceder al automóvil que antes se nos prodigaba en planes, por no poder salir de vacaciones, o llamar vacaciones simplemente al regreso temporario al hogar paterno. Hoy ser pobre en Tierra del Fuego puede pasar objetivamente por no tener empleo, por alimentar deficitariamente a los hijos, por carecer de vivienda propia... La salud es probablemente lo que diferencia nuestra pobreza de la de otros puntos del país donde la presencia de una condiciona de inmediato la ausencia de la otra. Pese a todo, hoy hay muchos más pobres que antes.

 

En el Río Grande pastoril la gran mayoría de la población era extranjera, y or ende también la gran mayoría de los pobres. Venían más que urgidos por la fortuna que podían encontrar en nuestro suelo, por la miseria que los expulsaba de su lugar de origen. Los golondrinas y los que finalmente no lo fueron, llegaron muchas veces caminando, eludiendo los controles fronterizos, casi siempre ficticios, que intentaban hacer cumplir con las leyes de la Nación, pero al mismo tiempo no estorbar los intereses económicos que necesitaban el abordaje de tanta mano de obra indispensable para las múltiples tareas rurales.

 

Cuando terminaba la temporada, en las estancias o en el frigorífico, quedaba muy poco por hacer, lo menor, era volverse en el medio más rápido; solo se podían gastar prudentemente algunos de los pesos en el comercio local, en los lugares de diversión, reaprovisionarse en de la ropa destrozada  en la faena, y olvidarse de la fatiga que la juventud y la fortaleza física adquirida podía afrontar.

 

En el pueblo había muy pocas casas, y eran casi todas casas pobres. Los que vivían de rentas no se quedaban en Río Grande, y algunos comerciantes que en su fiebre de ahorro se afanaban por guardar vivían miserablemente hoy, pensando en la prosperidad del mañana. Eran esos comercios los que debían socorrer a los estancieros chicos, en alguna medida estancieros pobres, que surgieron después del 24 en la margen sur del río, como consecuencia de los loteos fiscales.

 

Los obreros del pueblo conseguían no sin mayor dificultad un solar donde construir su mejora, un empleo de jornalero –el día que trabaja se cobra- o bien el servicio que podía corresponder al zapatero, el carpintero, el hombres de siete oficios. Loas comercios adaptaron fisonomías familiares que conservaron durante mucho tiempo, era cuando aquello de atendidos por sus propios dueños representaba calidad y dedicación en la tarea.

 

El pobre en cuestión vivía de pensión. El pobre era hombre, y hombre solo, la mujer propia era objetivo a cumplir a mediano plazo, y para muchos nunca. Llegar a formar familia significaba en la gran mayoría de los casos traer la que ya se tenía –y los hijos cuando los había- desde el lugar de partida, en otros volver con algún capital en el equipaje –y descubrir que no era difícil conseguir una compañera para el resto de sus días... Llegar nuevamente a Río Grande era encontrar un lugar para la patrona, en el campo, salvo en los casos de los matrimonios no se prefería a los peones con familia: aquí por suerte se dieron situaciones de solidaridad que permitía a la hora de levantar una casita propia conseguir la ayuda de las distintas especialidades del círculo de relaciones que muchas veces trabajaba por nada más que por el plato de comida.

 

El mayor desafío para el pobre que lograba una casa era amueblarla. Casi no había comercios que le proporcionaran lo que el necesitaba, y menos a la altura de su presupuesto; de allí como la mesa, las estanterías, el catre y los bancos eran de factura local.

 

Como esencia que llevó a descubrir la condición de proletarios en los pobres, lo característico era el gran número de hijos, garantía de muchas manos que al llegar a la adolescencia serían solidarias con los padres aportando su trabajo al presupuesto doméstico. Entonces la casa se transformaba, cierto lujo sencillo deslumbraba en cortinas y ampliaciones, cosas que hacían más feliz a la mamá y preparaban a las hermanas para recibir a los novios –casi siempre gente de afuera- con lo cual la familia resolvía su objetivo trascendente de la perpetuación del género humano.

 

Hasta que los chicos se habían grandes la vida del pobre era dura e intensa. El hombre debía trabajar, la mujer debía permanecer en casa como eficaz conductora de la economía doméstica; a ella se le permitía cierta industria –más bien ligada a la cocina- o en ciertos casos el lavar para afuera, aunque este era menester de mujeres solas... Los amplios patios  dibujaban con sus cercos de piquetes los dominios para multiplicar los recursos de vida en el gallinero o en la quinta, en el galponcito que a veces era taller, en el espacio para engordar el cerdo o el cordero.

 

Los hijos, tan espontáneos como esperados, ponían en crisis la supervivencia de la pobreza; a veces tenían que nacer en otro lugar, era lo más seguro cuando no se tenía familia aquí, después había que mandarlos a la escuela, y mucho no había por aprender. No obstante ellos las familias pobres se esmeraban a mandar a sus hijos a los colegios de los salesianos donde se esperaba, muchas veces infructuosamente, que salieran con algún oficio o una marcada predisposición al trabajo. Los productos humanos que daban esta relación eran todo lo complejo que puede ser ilustrar a los hijos sin salir de la ignorancia, o del analfabetismo.

 

La recreación de los pobres era escasa y muchas veces vital: recolectar mariscos era todo un acontecimiento que terminaba en el hoyo enorme del curanto, la captura de centollas en los tanques en que se hervía su carne –propia de una mesa de príncipes-; en otras oportunidades los oficios menos calificados de la recolección tenían un tinte más femenino: salir por la huella a cosechar chicoria, buscar en las canaletas del frigorífico las achuras que se tiraban al río, o bien cosas de chicos: los calafates..., los huevos y los pichones por los días de diciembre.

 

Las fiestas y ceremonias eran la iglesia, las patrias, los carnavales que borraban diferencias sociales, las escolares, y las de la vida: nacimientos y bautismos, comuniones y cumpleaños, compromisos y casamientos, velorios... El deporte era el fútbol, en todo momento y en cualquier lugar. La farra llevaba a pensar en que no existían clases sociales.

 

Los pobres que no consiguieron educar a sus hijos a la altura de los jóvenes que vinieron de afuera, comprobaron cuanto espacio perdían estos en la competencia que brindaban en una sociedad en transformación: los que obtuvieron un terreno -tan solo precariamente- tropezaron con los años con enormes dificultades para hacerse de la propiedad del mismo. Los hijos al fin, dejaron de ser pobres, o bien lo fueron pero sin darse cuenta.

 

El gas dio el mayor bienestar a los pobres, y después de él todo fue más fácil en Río Grande. El agua en la canilla de la esquina ya era una gran cosa, el servicio funcionaba en el fondo del terreno; y la luz ,un regalo nacido de la vocación de servicio de Pinola y Martínez- a los que nunca se les retribuyó de buena manera sus desvelos empresarios.

 

La movilidad social que dio el presente permitió a los obres de hoy ser tributarios de los de ayer. Un simple terreno donde crecía la lechuga dio lugar a casillas –palabra antes no usada- y aun flujo de dinero en alquileres que mejoró considerablemente la condición del pobre de ayer, hoy nuevo rentista.

 

Aunque la condición de carenciado –que en realidad sería carente- no fue un valor perdurable en nuestro pueblo; el que ayer reclamaba la bolsa comunitaria, hoy por logros de la democracia –otra forma de fortuna- puede firmar subsidios y revivir –mientras el pobre exista-  el extraño placer de la caridad.

 

Nuestros Rastros en el río han caminado tras las vivencias de nuestros pobres, y lo seguirán haciendo.

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