Las calles y los techos, las veredas y los
patios se han vestido de un ropaje blanco. Son después de la lluvia, después de
la nieve, después de la lluvia..., coraza que protege al invierno de las
cotidianas incursiones del hombre, del hombre que usa y abusa de los espacios,
del hombre que a veces hace que el espacio no contenga recuerdos.
Más temprano que el sol del último sábado –que
es el primero de Junio- los hombres de la limpieza urbana salieron de en
parejas con sus carretillas naranjas a cumplir con lo de todos los días. Pero
esta vez no están ante el barro y el basura diseminada, no están ante los
estragos y caprichos del viento, que esta tan escobero como ellos. Con
mansedumbre en el paso se han detenido en la esquina de mi casa, cada uno
seguirá por su lado para hacer lo que sabe... como pueda. Juan Domingo Torres
levanta su saludo en la respuesta a mi man, mi mano que hoy más que saludar a
un tocayo clama por el equilibrio. Y al fin le grito mientras un taxi
dificultosamente se interpone entre nosotros:-“Chapa, hoy hay que salir en
trineo, no con la carretilla”.
Hubo así sonrisas despiertas, alegres de verse
cada día con los perros y con los viejos, con los noctámbulos que descubrieron
en el barrio chicas nuevas, y acudieron a él con la fortuna del recién cobrado.
Y Chapa que se aleja como jugando con su carretilla, con sus herramientas de
trabajo, me dejó en el alma la pregunta sobre ¿qué se han hecho de nuestros
trineos?
El mío,
que construido por mi padre resultaba pesado para mis siete años, se fue
empequeñeciendo cuando a los nueve me subí por primera vez a los patines número
37 que fueron de mi madre. Ya a los once no me decía nada y se lo regalé a Pepe
Pastic, el se lo transfirió con el tiempo a uno de sus sobrinos, el hijo de
Presaco. Así volví a encontrarme con su presencia gris un día en que comenzaba
a hacerme hombre, a luchar con las nostalgias, y después... ¡nunca más!
Que mi padre haya tenido virtudes de
carpintero, que fuera casi un regalo secreto en un invierno del ’60, no me
permiten hoy dar detalles de cómo fue construido, eso sí, puedo dar detalles
del diseño final; largo: unos ochenta centímetros, ancho; cincuenta, alto...
muy alto para mi gusto por culpa de los fierros que tenía; parte de la
estructura de aquel avión de Aerolíneas que se accidentara en un marzo mucho
más lejano. ¿Qué cómo obtuve tales materiales? Herencia de mi primo Piluco, que
antes de partir al norte desarmó su trineo, que por otra parte casi siempre
tenía roto, para dejarme los dos rieles de “aliación”, El asiento tenía en
forma de T, yo me arrodilla sobre la planchada del trineo que protegida por
mandril amortiguaba mis rodillas, y mientras unía mis talones a la popa del
navío, me sentaba sobre el palito transversal de la letra/asiento. Así se podía remar enérgicamente con los
palillos: regularmente palos de escobas que en aquellos momentos eran más
sólidos que los actuales y que adquirían propiedades propulsoras con un clavo
en una de sus puntas al que había que cortar la cabeza y afilarlo. Si mi padre
encaró la construcción del trineo, mía fue la responsabilidad de los palillos:
se estaba arreglando la casa para hacerla más habitable, y allí con algunas
herramientas de Uribe inicié la tarea de
colocación del clavo y llegué luego hasta la herrería de Verategua para
completar el trabajo de cortado y afilado. El hombre de la fragua retorció alambre
dulce en el extremo en que coloqué el clavo, para prevenir rajaduras en la
madera, y luego del trámite los probé allí mismo, en la laguna de la Parroquia, con un trineo
que me prestó Salvador Velazco.
El trineo del amigo tenía hierros en T, otros,
los muchos, los había en L, quien tuviera un padre en la Tennessee o en Perlap
tenía de esos fierros; para algún niñito que no hacía mucho empeño se podía economizar con alambre acerado o
zuncho de barril, las niñas menos competitivas que nosotros se conformaban con
aquellos trineos en que iban sentadas, muchos hechos con entramado de hierro.
Aclaramos, vehículos de paseo, no de competición como los nuestros.
En mi infancia pasábamos las horas en las lagunas de patinaje. Y aún
cuando se iba el sol, temprano como todos los inviernos, se seguía con el
ejercicio alumbrándonos con un artefacto que colocábamos en cada vehículo que
no era otra cosa que una lata de duraznos con un cabo de vela en su interior.
Ya para entonces comenzaba una merienda que nos ayudaba a reponer fuerza entre
los habituales concurrentes del lugar, el menú consistía casi exclusivamente en
caramelos y chocolates, galletas de esas que habían sueltas en cada casa, y de
tanto en tanto algo que remedaba al sándwich: dos toscos trozos de pan casero,
encerrando el queso Chubut o los restos de un asado. Si aparecía algo para
beber era el atrevimiento de los mayores, entonces la petaca circulaba de boca
en boca, sin preguntarte que edad tienes en cada beso.
Yo concurría a patinar a la laguna de los
curas, todo ese espacio cercado que ha quedado entre Espora y Alberdi y a la
cual se podía ingresar por múltiples roturas que habíamos realizado en el cerco
de piquetes. Años hubo en que se construyó una segunda pista de patinaje –donde
hoy está la nueva iglesia- para entonces los Bomberos de Río Grande acudían con
su motobomba y emparejaban el sitio de diversiones, anticipando la temporada.
Pero este no era el único lugar disponible:
todo el pueblo quedaba a merced de los niños y sus trineos en los días de
invierno. Y -¡guay!- que alguien se les
hubiera ocurrido sacarlos de la calle. Desde el busto de San Martín hasta la Chacra de Visic se podía
llegar en trineo sin dificultad. -¿Fuiste alguna vez desde lo de Come Pan hasta
el Cementerio? -¡Nunca! –y salíamos picando.., porque eso era lo que se hacía
con los palillos: picar y picar.
Andar en trineo era algo más que una gimnasia
primordial para brazos y piernas en un pueblo sin gimnasio, era coexistir con
la naturaleza en su tiempo más iracundo, era dramatizar la película recién
vista: entonces los trineos pasaban a
ser buques o tanques, y los abordajes producían destrozos que amargaban a unos
y enceguecían a otros; choques frontales o laterales nos dejaban a veces con
tres palos sueltos, con los que debíamos volver a nuestra casa para hacernos al
día siguiente otro trineo. ¡Vamos a enzuncharlo m’hijo! ¡No! Mejor con el
fierro de la falleba. Y así volvíamos con más furia a la pelea; el palillo se
clavaba en carne humana o se partía en el espinazo ajeno si la cosa se ponía
muy pesada, si la petaca venía demasiado insistente, o se no había quedado
ningún mayor cerca que pusiera un poco de orden.
Pero también existían juegos perfectamente
reglamentados:”la latita”, remedo del hockey, en el que los palillos eran
propulsores y bastones a la vez, y el balón –una machucada lata de conserva- se
podía enganchar en la carrocería del vehículo durante el desplazamiento. El
juego de “la latita” era también desarrollado por los patinadores, los más
grandes que exponían su estatura y su autoridad para desalojar espacios, donde
no dejaban entrar a los chicos de trineo, y así podían jugar más libremente.
Otro juego en que podía participar todo el
mundo era “El pirata”.
El hielo no es igual en todas partes, cuando
se forma a partir de la nieve no siempre sirve para patinar cómodamente; un
trineo es mucho menos riesgoso. El que se formaba a partir de la lluvia, el
hielo de las lagunas era el de las mejores perfomances. Cada tanto un deshielo
–y el casi inmediato congelamiento- alisaban la superficie que los palillos
destruían para rezongo de los patinadores. Por las calles barriales, siempre
invadidas por las aguas servidas del
vecindario, el hielo jabonoso nos trancaba en la marcha.
El llano Río Grande nos entregó un deporte de
primer orden: el trineo con palillos; casi no se utilizaban las pendientes para
desplazamientos de descenso. Eso no
quiere decir que no se ensayara en la de las monjas, del Villa, de la casa de
Patulo –donde más de una vez el se sacó la cresta- o, ya por otro barrio, en la
bajada de Los Yáganse: por que era eso; bajadas, ¡quién tenía medios de
elevación como no sea encumbrarse por los cercos!
El trineo mostraba la solidaridad y el ingenio
de la gente, se hacía con lo que había en casa, o con lo que se conseguía en el
vecindario.¿Quien iba a ir a una ferretería por los materiales que se requerían
para hacer un trineo?
El Mono Ojeda le puso al suyo dos guampas y
¿quién le hacía frente? En La
Misión construyeron La Barcaza que empujaban los patinadores. Allí en el
Chorrillo la actividad de los chicos y el trineo era realmente espectacular,
ocupaba solamente el tiempo libre del fin de semana, que era cuando se permitía
la visita de la familia; mientras tanto los trineos que llevaban el número del
interno reposaban junto a la lavandería histórica: el parque cerrado de todos
ellos.
Un buen día con un deshielo fuerte se iba el
invierno, el trineo quedaba su tiempo en el patio, alguno de los mayores
rezongaba: se lo protegía alto en el galpón, o se lo escondía. Al invierno
siguiente salíamos a buscarlo, lo encontrábamos sucio de tierra, de mierda de
gallina o de orines de gato, ¡pero era el gran juguete! Un buen día también ya
no volvíamos a buscarlo, habíamos dejado de ser niños o al menos no queríamos serlo.
Foto: Trineos en fila viendo a Cacho Milósevic hacer acrobacias sobre patines.