domingo, 14 de julio de 2024

LOS PUENTES DE LA MEMORIA.32. Ojos de niño. “Y en la larga estación de los silencios, el frío nos invitaba a salir y apreciar como los grandes andaban más lentos, y los pequeños más veloces”.


Las calles y los techos, las veredas y los patios se han vestido de un ropaje blanco. Son después de la lluvia, después de la nieve, después de la lluvia..., coraza que protege al invierno de las cotidianas incursiones del hombre, del hombre que usa y abusa de los espacios, del hombre que a veces hace que el espacio no contenga recuerdos.

 

Más temprano que el sol del último sábado –que es el primero de Junio- los hombres de la limpieza urbana salieron de en parejas con sus carretillas naranjas a cumplir con lo de todos los días. Pero esta vez no están ante el barro y el basura diseminada, no están ante los estragos y caprichos del viento, que esta tan escobero como ellos. Con mansedumbre en el paso se han detenido en la esquina de mi casa, cada uno seguirá por su lado para hacer lo que sabe... como pueda. Juan Domingo Torres levanta su saludo en la respuesta a mi man, mi mano que hoy más que saludar a un tocayo clama por el equilibrio. Y al fin le grito mientras un taxi dificultosamente se interpone entre nosotros:-“Chapa, hoy hay que salir en trineo, no con la carretilla”.

 

Hubo así sonrisas despiertas, alegres de verse cada día con los perros y con los viejos, con los noctámbulos que descubrieron en el barrio chicas nuevas, y acudieron a él con la fortuna del recién cobrado. Y Chapa que se aleja como jugando con su carretilla, con sus herramientas de trabajo, me dejó en el alma la pregunta sobre ¿qué se han hecho de nuestros trineos?

 

El  mío, que construido por mi padre resultaba pesado para mis siete años, se fue empequeñeciendo cuando a los nueve me subí por primera vez a los patines número 37 que fueron de mi madre. Ya a los once no me decía nada y se lo regalé a Pepe Pastic, el se lo transfirió con el tiempo a uno de sus sobrinos, el hijo de Presaco. Así volví a encontrarme con su presencia gris un día en que comenzaba a hacerme hombre, a luchar con las nostalgias, y después... ¡nunca más!

 

Que mi padre haya tenido virtudes de carpintero, que fuera casi un regalo secreto en un invierno del ’60, no me permiten hoy dar detalles de cómo fue construido, eso sí, puedo dar detalles del diseño final; largo: unos ochenta centímetros, ancho; cincuenta, alto... muy alto para mi gusto por culpa de los fierros que tenía; parte de la estructura de aquel avión de Aerolíneas que se accidentara en un marzo mucho más lejano. ¿Qué cómo obtuve tales materiales? Herencia de mi primo Piluco, que antes de partir al norte desarmó su trineo, que por otra parte casi siempre tenía roto, para dejarme los dos rieles de “aliación”, El asiento tenía en forma de T, yo me arrodilla sobre la planchada del trineo que protegida por mandril amortiguaba mis rodillas, y mientras unía mis talones a la popa del navío, me sentaba sobre el palito transversal de la letra/asiento.  Así se podía remar enérgicamente con los palillos: regularmente palos de escobas que en aquellos momentos eran más sólidos que los actuales y que adquirían propiedades propulsoras con un clavo en una de sus puntas al que había que cortar la cabeza y afilarlo. Si mi padre encaró la construcción del trineo, mía fue la responsabilidad de los palillos: se estaba arreglando la casa para hacerla más habitable, y allí con algunas herramientas  de Uribe inicié la tarea de colocación del clavo y llegué luego hasta la herrería de Verategua para completar el trabajo de cortado y afilado. El hombre de la fragua retorció alambre dulce en el extremo en que coloqué el clavo, para prevenir rajaduras en la madera, y luego del trámite los probé allí mismo, en la laguna de la Parroquia, con un trineo que me prestó Salvador Velazco.

 

El trineo del amigo tenía hierros en T, otros, los muchos, los había en L, quien tuviera un padre en la Tennessee o en Perlap tenía de esos fierros; para algún niñito que no hacía mucho empeño  se podía economizar con alambre acerado o zuncho de barril, las niñas menos competitivas que nosotros se conformaban con aquellos trineos en que iban sentadas, muchos hechos con entramado de hierro. Aclaramos, vehículos de paseo, no de competición como los nuestros.

 

En mi infancia pasábamos las  horas en las lagunas de patinaje. Y aún cuando se iba el sol, temprano como todos los inviernos, se seguía con el ejercicio alumbrándonos con un artefacto que colocábamos en cada vehículo que no era otra cosa que una lata de duraznos con un cabo de vela en su interior. Ya para entonces comenzaba una merienda que nos ayudaba a reponer fuerza entre los habituales concurrentes del lugar, el menú consistía casi exclusivamente en caramelos y chocolates, galletas de esas que habían sueltas en cada casa, y de tanto en tanto algo que remedaba al sándwich: dos toscos trozos de pan casero, encerrando el queso Chubut o los restos de un asado. Si aparecía algo para beber era el atrevimiento de los mayores, entonces la petaca circulaba de boca en boca, sin preguntarte que edad tienes en cada beso.

 

Yo concurría a patinar a la laguna de los curas, todo ese espacio cercado que ha quedado entre Espora y Alberdi y a la cual se podía ingresar por múltiples roturas que habíamos realizado en el cerco de piquetes. Años hubo en que se construyó una segunda pista de patinaje –donde hoy está la nueva iglesia- para entonces los Bomberos de Río Grande acudían con su motobomba y emparejaban el sitio de diversiones, anticipando la temporada.

 

Pero este no era el único lugar disponible: todo el pueblo quedaba a merced de los niños y sus trineos en los días de invierno. Y -¡guay!-  que alguien se les hubiera ocurrido sacarlos de la calle. Desde el busto de San Martín hasta la Chacra de Visic se podía llegar en trineo sin dificultad. -¿Fuiste alguna vez desde lo de Come Pan hasta el Cementerio? -¡Nunca! –y salíamos picando.., porque eso era lo que se hacía con los palillos: picar y picar.

 

Andar en trineo era algo más que una gimnasia primordial para brazos y piernas en un pueblo sin gimnasio, era coexistir con la naturaleza en su tiempo más iracundo, era dramatizar la película recién vista: entonces los trineos pasaban  a ser buques o tanques, y los abordajes producían destrozos que amargaban a unos y enceguecían a otros; choques frontales o laterales nos dejaban a veces con tres palos sueltos, con los que debíamos volver a nuestra casa para hacernos al día siguiente otro trineo. ¡Vamos a enzuncharlo m’hijo! ¡No! Mejor con el fierro de la falleba. Y así volvíamos con más furia a la pelea; el palillo se clavaba en carne humana o se partía en el espinazo ajeno si la cosa se ponía muy pesada, si la petaca venía demasiado insistente, o se no había quedado ningún mayor cerca que pusiera un poco de orden.

 

Pero también existían juegos perfectamente reglamentados:”la latita”, remedo del hockey, en el que los palillos eran propulsores y bastones a la vez, y el balón –una machucada lata de conserva- se podía enganchar en la carrocería del vehículo durante el desplazamiento. El juego de “la latita” era también desarrollado por los patinadores, los más grandes que exponían su estatura y su autoridad para desalojar espacios, donde no dejaban entrar a los chicos de trineo, y así podían jugar más libremente.

 

Otro juego en que podía participar todo el mundo era “El pirata”.

 

El hielo no es igual en todas partes, cuando se forma a partir de la nieve no siempre sirve para patinar cómodamente; un trineo es mucho menos riesgoso. El que se formaba a partir de la lluvia, el hielo de las lagunas era el de las mejores perfomances. Cada tanto un deshielo –y el casi inmediato congelamiento- alisaban la superficie que los palillos destruían para rezongo de los patinadores. Por las calles barriales, siempre invadidas por las aguas servidas  del vecindario, el hielo jabonoso nos trancaba en la marcha.

 

El llano Río Grande nos entregó un deporte de primer orden: el trineo con palillos; casi no se utilizaban las pendientes para desplazamientos de descenso.  Eso no quiere decir que no se ensayara en la de las monjas, del Villa, de la casa de Patulo –donde más de una vez el se sacó la cresta- o, ya por otro barrio, en la bajada de Los Yáganse: por que era eso; bajadas, ¡quién tenía medios de elevación como no sea encumbrarse por los cercos!

 

El trineo mostraba la solidaridad y el ingenio de la gente, se hacía con lo que había en casa, o con lo que se conseguía en el vecindario.¿Quien iba a ir a una ferretería por los materiales que se requerían para hacer un trineo?


 

El Mono Ojeda le puso al suyo dos guampas y ¿quién le hacía frente? En La Misión construyeron La Barcaza que empujaban los patinadores. Allí en el Chorrillo la actividad de los chicos y el trineo era realmente espectacular, ocupaba solamente el tiempo libre del fin de semana, que era cuando se permitía la visita de la familia; mientras tanto los trineos que llevaban el número del interno reposaban junto a la lavandería histórica: el parque cerrado de todos ellos.

 

Un buen día con un deshielo fuerte se iba el invierno, el trineo quedaba su tiempo en el patio, alguno de los mayores rezongaba: se lo protegía alto en el galpón, o se lo escondía. Al invierno siguiente salíamos a buscarlo, lo encontrábamos sucio de tierra, de mierda de gallina o de orines de gato, ¡pero era el gran juguete! Un buen día también ya no volvíamos a buscarlo, habíamos dejado de ser niños o al menos no queríamos serlo.

Foto: Trineos en fila viendo a Cacho Milósevic hacer acrobacias sobre patines.

 

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