Este libro se imprimió en la primera quincena de Julio
de 1948 en Peuser, Patricios 567, Buenos Aires, para la Editorial Codex S.R.L.,
Sarandí 328, Buenos Aires. Industria Argentina.
Este nuevo abordaje nos permite llevar al final de
esta historia.
En el escenario
político del país, los acontecimientos se precipitaban.
El coronel Perón, al
frente de la repartición creada por él, o sea la Secretaría de Trabajo y
Previsión, realizaba una obra digna y humanitaria, sacando de la sombra a millares
de seres que hasta entonces habían esperado en vano.
“¡Justicia social!”
Eso era lo que
clamaba el pueblo proletario, y desde sus oficinas el hombre luchaba sin
descanso por mejorar el nivel de vida de los obreros de la patria. Justas
resoluciones llevaron un poco de claridad a muchos hogares humildes.
Vinieron las mejoras
de salarios. Ahora, el descamisado, el individuo que hasta entonces había
trabajado desesperadamente en favor de unos pocos, podía llamarse independiente
desde el punto de vista económico.
Ahora podía sonreír
en sus minutos de descanso, ver a sus hijos bien vestidos, llegarse hasta la
farmacia a comprar medicamentos sin sobresaltos ni amarguras.
Desde ahora, el peón
de campo no sería la criatura siempre explotada que no tiene derecho a
rebelarse; ese peón de campo que otrora fue carne de cañón en nuestras luchas
por la libertad y que hoy, de sol a sol, labraba la tierra o arreaba ganado por
interminables caminos de la llanura.
Ahora estábamos en una
nueva Argentina, más justa y, en consecuencia, más grande.
Un día en que su madre lo desvestía, el pequeño Héctor se sorprendió al ver un retrato
desconocido colgado de una de las paredes de la habitación.
-¿Y ése, mamita? ¿Ese
es el hombre de quien dice papito que hace cosas tan buenas para nosotros?
-Sí, querido, es ése.
-¿Es el mismo de
antes? ¿El mismo de quien papá habló hace mucho? ¿Es el hombre que Mariquita no sabía cómo se
llamaba?
-El mismo, Héctor.
-Es el coronel Perón,
¿no, mamita?
-Sí, hijito.
-Papá lo debe querer
mucho... Ha colgado el retrato al lado del de abuelita...
-El coronel es el
protector de los obreros, de los descamisados, de la clase trabajadora. ¡Merece
estar ahí!
Entonces, como dice
el “Pecoso”, ¿nosotros somos peronistas?
-Sí, Héctor, somos
peronistas –contestó la bondadosa mujer con una sonrisa-. Perón es un patriota,
y a los patriotas desinteresados hay que seguirlos siempre.
Transcurrieron meses
de contratiempos, de afanes, de lucha sin tregua para los gobernantes. El país,
sin embargo, seguía su marcha ascendente, y el pueblo sonreía dichoso.
Y llegó una fecha histórica,
comienzo de una nueva era, anhelado camino de paz y bienestar para todos.
Pero, amiguitos míos,
no nos apartemos de Héctor y María, los niños, que fueron testigos de acontecimientos
que no se habrán de borrar de la memoria de los argentinos que vendrán.
Llegó el 17 de
octubre de 1945.
Aquella mañana, los
niños, acompañados del abuelo Nicolás, se fueron de paseo hasta el Riachuelo,
para ver los barcos.
Sobre la margen sur
de aquél, se dieron de boca con una multitud acalorada, la que a gritos pedía
que se bajaran los puentes para poder entrar en la Capital.
Era una ola humana
incontenible, grandiosa, que porfiaba por llegar hasta las calles del centro.
Allí se veían hombres, mujeres, ancianos y hasta niños que levantaban el brazo
pidiendo paso libre.
¿Qué sucedía?
El abuelo Nicola,
alarmado, buscó un lugar que ofreciera más abrigo.
-¡Queremos pasar!
-rugía la gente.
-¡Queremos la
libertad de nuestro líder! –vociferaban otros.
Por momentos, parecía
que todo ese hervidero de ente inventaría cruzar el río con peligro de la
propia vida.
Héctor y Mariquita,
aterrados ante semejante espectáculo, se prendían a los brazos del abuelo y lo
interrogaban temblorosos.
-¿Qué pasa, abuelito?
–preguntaba el niño-. ¿Qué quiere esta gente, que parece que está loca?
-No sé, hijo...
-¡Vamos a casa!
–lloriqueó la niña-. ¡Tengo miedo!
El viejo Nicola creyó
muy acertado el pedido de la nietecita. En el acto tomó por la calle Montes de
Oca en dirección a su no muy lejano barrio.
Pero, ¡cosa extraña!
Por todas partes se veían grupos de personas agitadas, sudorosas. En cada
esquina se formaban manifestaciones que, entonando cánticos y dando vivas a un
hombre, se encaminaban hacia el centro de la ciudad.
-Perón... Perón...
Perón...
-Nunca he visto algo
parecido –dijo el abuelo, arrastrando a los pequeños.
Un hombre que
encabezaba un grupo de disciplinados obreros que acababan de abandonar el
trabajo en una fábrica del barrio, pasó junto a los tres, gritando algo que
iluminó la mente del abuelo.
-¡A Plaza de Mayo!
¡Queremos la libertad del coronel!
¡La libertad del
coronel! Entonces, ¿había sido detenido el líder de los trabajadores? Entonces,
¿toda esa ola humana era el pueblo laborioso de Buenos Aires que marchaba a
pedir a su conductor?
Si. ¡Era eso!
El abuelo llegó por
fin a la casa. Cubierto de sudor y muy intranquilo, preguntó por los padres de
los pequeños.
Catalina, La mujer
del fundidor, le explicó lo ocurrido en pocas palabras.
-Han detenido a
Perón, y el pueblo ha salido con la gente a Plaza de Mayo.
-¡Yo también quiero
ir! –gritó el pequeño, lleno de fuego-. ¡Yo también soy peronista!
-Todavía eres muy
chico –respondió el abuelo-. Eso es cosa de hombres, de hombres que piden
justicia. Ya te llegará el día en que recuerdes lo que ha pasado y se lo
cuentes a tus hijos con orgullo, dentro de muchos años. El obrero fundidor,
padre Mariquita, llego esa noche molido de fatiga y narró lo sucedido.
¿El pueblo, todo el
pueblo, millares, centenares de miles de seres humanos, solicitando la libertad
de Perón!
Luego, la figura del
líder en los balcones de la Casa
de Gobierno ante la alegría desbordante de aquella muchedumbre, jamás vista en la Capital Federal.
Día inolvidable! ¡Día
único en nuestra historia, ya que desde ese instante cambiaba el destino de la
patria!
-Ya tenemos al hombre
que esperábamos –dijo el obrero al término de su narración-. Ahora los deseos
de justicia se convertirían en felices realidades, aunque no lo quieran los que
todavía luchan por aprovecharse de nosotros y explotarnos.
Los niños lo contemplaban,
confundidos. Había sido aquél un día extraño, en el curso del cual
experimentaron mucho miedo.
Unos minutos de
silencio hubo en el humilde cuarto.
Repentinamente, a la
distancia, se escuchó un creciente rumor. Era un rumor como de mar, como de tormenta...
Por fin llegaron las
palabras con claridad.
La multitud
regresaba, satisfecha de haber sido oída. Regresaba, sabiendo que el jefe se
hallaba en libertad.
Pasó por la esquina,
entre antorchas y banderas.
En millares de bocas,
una sola canción:
“¡Oíd mortales!, el grito sagrado
Libertad, libertad, libertad.”
Con el trascurso de
los meses, Perón fue llevado al situal de Presidente de los argentinos. El pueblo
lo había elegido en forma tan limpia, que hasta los propios enemigos
aplaudieron.
¡Oh, asombro!
Un hombre que
levantaba tan sólo el estandarte de la justicia, del patriotismo verdadero y la
promesa de mejores días para la patria, fue elegido Presidente y llevado en
triunfo por sus conciudadanos.
Todo eso lo vieron
Héctor y María.
Los pequeños fueron
testigos de tantos acontecimientos maravillosos en tan contados años, que al
recordarlos sus cabecitas se nublan y sus ojos se entrecierran, como enceguecidos.
Hoy, sus padres ríen,
cantan y van a la tarea diaria con una escarapela al pecho.
Ahora tienen más
dinero. Ya no son los miserables obreros que llevaban unos pocos pesos por
quincena, entre los suspiros de las esposas y los pedidos insatisfechos de los
hijos.
El pueblo se reúne
muy seguido en la histórica Plaza de Mayo para saludar a su gobernante y
aplaudir su palabra.
“¡Mejor es cumplir
que prometer!”
-Sí –dice el padre de
María-; Perón cumple, y ya vemos los resultados: ferrocarriles nuestros;
teléfonos nuestros, empresas extranjeras nuestras; casas baratas; mejores
jornales; libertad, igualdad y fraternidad entre los argentinos. Hombres
contentos, y la bandera de Belgrano flameando orgullosa desde La Quiaca hasta la Antártida. ¿Qué más
podríamos pedir?
¡¿Y el Plan
Quinquenal? –pregunta don Nicolás.
-Otra obra
maravillosa, abuelo –responde el obrero-. Gracias a dicho plan, tendremos miles
de kilómetros de caminos; miles de escuelas; cientos de diques; millones de
hectáreas, hoy improductivas, que se abrirán a los trabajadores del campo.
Tendremos muchos hospitales, colegios de enseñanza industrial y mecánica,
comisiones de cultura en todos los órdenes, universidades que abran sus puertas
sin distinción de clases, fabricas inmensas, y trabajo en una palabra, para
todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino.
¡Esa es la obra de un
criollo de ley, al que sigue su pueblo agradecido!
Héctor y María, los
aventureros y simpáticos hijos de obreros, se hallan en la puerta de su casa,
jugando.
-¿Has visto mi
muñeca? –pregunta la niña, radiante-. ¡Antes mamita no podía comprarmela, pero
anoche me trajo ésta!
-Y tú, ¿has visto mi
carrito? –responde el niño, mostrando un hermoso vehículo en miniatura-. Papá
me lo regaló ayer. ¡Antes nunca lo tuve yo tampoco!
Los dos sonríen,
felices.
En sus rostros
angelicales se refleja la dicha de todo un país.
Y aquí llegan a su
término, mis queridos lectorcitos, las extraordinarias aventuras de dos niños
argentinos que tuvieron la suerte de vivir días gloriosos e inolvidables para
la patria.