Seguimos presentando
esta publicación partidaria de los años 50, en ella un prolijo diálogo de niños
sirve al análisis del tiempo de cambio vivido.
-¿Qué dices? ¡A mí me
parece que sí trabajan tanto, tienen que ganar mucho!
-Si, trabajan
muchísimo, pero les pagan muy poco. Anoche escuché desde la cama una
conversación. Papá le decía a mamá que, con lo que gana por quincena, no le alcanza
para mantener la casa y pagar los remedios de abuelito. Hablaron mucho... Oí
las palabras “injusticia”, “dolor” y “miseria”... ¿Tú sabes lo que quiere decir
“miseria”?
-Yo, no.
-Mamá dijo que
vivimos en la miseria y que ni siquiera tienen para comprarme un traje nuevo...
Mariquita se levantó
con decisión.
-¡Voy a decirle a
mamá que yo también quiero trabajar!
-No lo intentes...
¡Yo una vez quise hacerlo, y me retaron!
Hubo un largo
silencio.
Los dos se quedaron
mudos, embargados por una pena desconocida que ensombrecía sus corazoncitos
infantiles. Entretanto, sus amigos de la calle seguían haciendo remontar el
barrilete de flecos verdes y larga cola.
Aquella misma noche,
el despierto Héctor se aproximó a su padre. Habían terminado de comer.
-Papá, tú trabajas
mucho, ¿no es cierto? –dijo.
-Mira mis manos. Aquí
está la contestación –y el obrero exhibió sus callosos dedos.
-¿Es peligroso lo que
hacés?
-No, pero muy
cansador. Acarreo bolsas a los barcos todo el día.
-¿Y son pesadas las
bolsas, papá?
-Si. Setenta kilos,
más o menos.
-¡Cómo tendrás los
hombros!
-ya están
acostumbrados, Héctor. Hace años lo hago, y creo que seguiré haciéndolo, si
Dios quiere.
-Por todo eso que
haces, que es tanto, te han de pagar mucho dinero, ¿verdad?
El padre muró al hijo
con amargura y guardó silencio.
-¿No te pagan bien,
acaso? –insistió el niño, observándolo detenidamente.
-¿Por qué me lo preguntas,
hijo?
El chico, con
cortedad, acarició al padre. Luego respondió, temeroso de incurrir en falta:
-Anoche mamá lloraba,
y tú le decías que vivimos como unos “descamisados”. ¿Qué quiere decir eso,
papá?
-Ser descamisado,
hijo, es vivir como lo hacemos nosotros. Es tenerte todo el año con un mismo
trajecito que, al cabo de muchos meses, está roto y gastado por todas partes.
Es tener que andar cuidando el centavo para no quedarnos sin comer antes de la
paga. ¡Es no poseer ni un cobre a veces para combar un remedio, y llorar de
impotencia por las injusticias, día tras día!
Héctor quizá no
comprendió del todo lo que había escuchado. No obstante, se dio cuenta perfecta
de que en el alma de su amado padre se agitaba un drama y, sin palabras para
responder, sólo acertó a besar la frente del obrero.
-¡Si yo pudiera
trabajar”... –añadió tras una pausa.
-Todavía eres muy
chico para eso. Ya tendrás tiempo para llenar tus manos de durezas y para
sufrir apuros. Y ahora, querido, ve a dormir, que mañana tienes que levantarte
temprano para ir al colegio.
Minutos más tarde, el niño se retiraba a su aposento. En la cocina, tomados de las manos, el cargador y su mujer no hallaban palabras que alcanzaran a expresar lo que les apretaba el corazón.
***
En el piso alto, la
escena era casi la misma, sólo que allí, las carcajadas de un pequeño querube
de ojos azules ponían un poco de luz en medio de tanta sombra.
El abuelo Nicola
jugaba con Mariquita. Esta, roja de placer y sin aliento, cabalgaba sobre las
rodillas del anciano entre risotadas y alaridos de susto.
-Más abuelito,
más...! ¡Otro salto!
-Estoy cansado,
chiquita... –replicó don Nicola.
-Si, nena –intervino
la madre-. Ya es hora de que te acuestes. Vamos, dale un beso a tu papá y otro
a tu abuelito, y a la cama.
Breves minutos
después, Mariquita se dirigía a su dormitorio, cargada en brazos por la
excelente mujer.
Se desvistió y
procedió a rezar sus oraciones. La madre la arropó amorosamente, pero la niña,
antes de que se marchara, murmuró:
-Mamita, hoy Héctor
me dijo algo que no entiendo. Me contó que había visto a su mamá llorando y que
el papito hablaba de “miseria”. ¿Nosotros estamos igual que ellos, mamita? –y
sus ojos inocentes se clavaron en los de su madre a través de la penumbra.
-Nosotros somos
obreros igual que los padres de Héctor –fué la respuesta.
-Y los obreros, ¿no
son ricos?
-Solamente en
esperanzas, queridita...
-Y si los obreros son
tan pobres, ¿no hay nadie que los ayude? ¿No hay nadie que les tenga lástima?
-No, Mariquita.
Nadie.
Y con esta
apesadumbrada réplica, la madre apagó la luz del cuarto.
La niña quedó sola.
Pensativa, con los grandes ojos muy abiertos, fijó su mirada en la figura de un
Cristo que se dibujaba sobre la pared.
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